HUGO PESCE, MEDICO y HUMANISTA*

I

 

El 26 de julio de conmemoró* el XXV aniversario de la desaparición física del doctor Hugo Pesce (Tarma, 1900; Lima, 1969), uno de los médicos más representativos del Perú en el siglo XX. Médico en la amplia acepción renacentista del término, esto es cultivador de variadas facetas del saber humanístico, Hugo Pesce está vinculado de modo directo a la medicina peruana, principalmente en el campo de la medicina tropical; pero del mismo modo tiene una presencia en la evolución de las ideas del Perú contemporáneo, en la historia social del país.

 

Nacido en Tarma de padres italianos, el paisaje andino quedaría grabado, desde su niñez, de modo permanente, en su espíritu. Volvería después a la sierra, a sus cálidos valles y a sus frías punas. Hugo nació en ese abrigador valle serrano el 17 de junio de 1990: sus padres fueron Luis Pesce-Maineri, médico, viajero y naturalista, al estilo de Antonio Raimondi; su madre, Lía Pescetto Ferro, de la aristocracia de la Liguria.  La agreste belleza de la puna le fue propicia para dar a su alma de poeta la dimensión de lo grandioso y colmar su necesidad de infinito. Entendió la psicología aborigen en el marco imponente de su habitat natural. Desde siempre, admiró la estrecha relación del hombre del Ande con la tierra, la dialéctica del alma con su naturaleza como solo lo han logrado entre nosotros Carlos Gutiérrez-Noriega, Ciro Alegría, Gamaniel Churata,  José María Arguedas y  Arturo Jiménez Borja.

 

Hugo Pesce viajó a Italia con sus padres a los cinco años. La familia se estableció en Génova y Hugo, como sus hermanos, fue educado por los jesuitas, cinco años de gimnasium y tres de liceum. Debía en parte a la formación familiar su tendencia al rigor del método y su aplicación útil del tiempo. Pero también los hijos de Iñigo de Loyola aportaron la influencia de su sistema educativo, centrado en el ejercicio de la voluntad,  en la forja de su personalidad.

 

Estudió medicina en la Facultad respectiva de la Universidad de Génova, siguiendo la tradición familiar, puesto que médicos fueron tambien su padre y su abuelo, como después lo sería su hijo Lucho, inmolado en el acto heroico de intentar salvar del mar embravecido la vida de un niño al costo de la suya. Hugo, quien desde el colegio destacó por sus excepcionales condiciones intelectuales, obtuvo cum laude el diploma de médico, tras la sustentación de una tesis sobre cáncer mamario que fue calificada como sobresaliente.

 

Una palabra sobre el Dr. Luis Pesce-Maineri, su padre, y su huella en la evolución médica del Perú. Tras instalar a su familia en Génova, retornó al país, de cuya naturaleza y ambiente estaba prendado. Doña Lía Pescetto quedaría en Génova, al cuidado de sus hijos, en las etapas más importantes del proceso formativo y educativo; no regresaría al Perú, como ocurrió con tantas familias italianas de la época.  Una anécdota no referida o insuficientemente divulgada: el Dr. Ernesto Guevara, el legendario “Che”, quien vivió al amparo de Hugo Pesce en Lima, en el Hospital de Guía, y en Iquitos, en el Leprosorio de San Pablo, cuando dejó el país de modo que sería definitivo, necesitaba un terno formal que no tenía. Las medidas de Hugo eran menores que las del atlético “Che”, de modo que hubo que recurrir a una vieja vestimenta de su padre Don Luis, quien había fallecido en Lima en 1944.  El “Che” Guevara recordaría después la influencia de Hugo Pesce en su formación ideológica, pero estuvo vinculado hasta en ese detalle en la forja de su excepcional formación como hombre de acción.

 

La adolescencia del que sería después el doctor y profesor Hugo Pesce se desarrolló en años difíciles de la desapacible Europa, que afectó de modo particular a Italia, desde el comienzo de la primera Gran Guerra. Neutralista al comienzo de la conflagración, la península  galvanizó su unión tras la primera derrota militar conocida como “el desastre del Caporeto”. Después de la guerra, se dieron las grandes huelgas de 1919, la toma de las fábricas tras los serios disturbios sociales que coincidieron con la Revolución Rusa.  En el barco que lo trajo de regreso a América, se amotinó la marinería, que enarboló una bandera roja en algún tramo del viaje.

 

Desde Italia Hugo había seguido de cerca la escena política y, entonces, por su orientación católica, se afilió al Partido Popular Italiano fundado por el hazañoso cura Luigi Sturzo en 1919, lo que sería el germen de la democracia cristiana después extendida a todo el mundo. El Partido Popular era un movimiento progresista, estrechamente ligado al proletariado italiano y al poderoso sector de los trabajadores del campo. Era una avanzada del socialismo, que después sería su estación ideológica definitiva y que contribuyera a formar en el Perú, como cercano colaborador del Partido, José Carlos Mariátegui.

 

En Lima Pesce trabajó en el Gabinete de Radioterapia de su padre Don Luis, y en la Quinta de Salud que dirigía éste en Chosica. La Quinta, organizada como las suizas de su tiempo, estaba a la vera del río, cercana a la estación del tren. Para la helioterapia, los pacientes disponían de compartimentos separados por cortinas, para favorecer la privacía. Hugo Pesce participó también en los primeros grupos de investigación de la biología y la patología de altura, animados por el Profesor Carlos Monge Medrano. Revalidó su título recién en 1930, por razones exclusivamente económicas: hasta entonces, trabajó bajo el amparo profesional del Gabinete de su padre. Años después ejerció la dirección del Hospital de Morococha, en tiempos de la más bárbara persecución política. Inició propiamente su carrera de sanitarista  en Satipo, en 1931, y dedicaría después ocho años de su fecunda vida a la atención en los pueblos del Departamento de Apurímac, a Andahuaylas en especial.

 

Fue en esos densos años de vida en la serranía, en las Latitudes de silencio,  como después titularía un libro de relatos sanitarios, donde ejerció la medicina de modo integral, tanto la preventiva cuanto la curativa. La medicina que identificó a Hugo era de lo más alejado de la rutina que con frecuencia ocurre en la labor del profesional en los parajes olvidados del Perú. Curó e investigó, desde los aspectos médicos hasta los más latos antropológicos, geográficos y culturales. Investigador nato, descubrió la lepra en Andahuaylas, y se hizo leprólogo, con el tiempo, de renombre mundial, accediendo a la condición de experto en la materia del Comité de Lepra de la Organización Mundial de la Salud (OMS) En Huambo, fundó y dirigió un hospital leprológico.

 

II

 

Ingresó a la docencia de San Fernando en 1946, en la Cátedra de Enfermedades Infecciosas, Parasitarias y Tropicales que jefaturaba el doctor Oswaldo Hercelles García. Podía enseñar esas materias porque, además de dominar la información existente, tenía la experiencia de primera mano de quien sabía diagnósticarlas y tratarlas en los medios geográficos donde ocurrían los morbos, en las mismas serranías apurimeñas. Antes había fundado el Servicio Nacional Antileproso en el Ministerio de Salud y la enseñanza y la investigación serían entonces los campos privilegiados de su extraordinaria inteligencia y sensibilidad.

 

Fue un maestro de veras admirable, expositor elegante de fluida dicción en las clases magistrales, semiólogo certero en los grupos de práctica. En las aulas hacía circular sus propias fotografías para ilustrar la casuística. Eran tiempos en que recién  se incorporaban las diapositivas en la tecnología educativa. Sus Lecciones de medicina tropical y sus Clases de Leprología fueron seguros rodrigones en la aventura estudiantil por los claustros fernandinos. Su tesis doctoral, Epidemiología de la lepra en el Perú es un aporte sólido de la escuela peruana al mejor conocimiento de ese morbo bíblico, el mal de Hansen que, por el abandono de la salud popular de los últimos gobiernos -como ocurre con la tuberculosis-,  se ha reactivado de modo alarmante.

 

Pero Hugo tenía además una vocación paralela por las letras y en general por el mundo de la cultura: con Terencio podía decir “hombre soy y nada de lo humano me es ajeno”.  Escritor de gran estilo, claro, diáfano como las parameras de los Andes, de lecturas copiosas, estaba muy bien informado en literatura, sociología, política y arte. Escribió memorables ensayos, como “Peralta y la medicina”, “Tomismo y marxismo”, “Poe, precursor de Einstein”, “La revolución dekabrista”,  “Poe y las mujeres”, “El factor religioso” (texto que dejara inconcluso: en él trabajaba con la erudición de un monje en las semanas que precedieron a su deceso). Dejó un libro inédito, Número y pensamiento, una de las expresiones más logradas de su pensamiento filosófico,  que es obligación de sus amigos y discípulos ubicar los originales y publicar en su memoria.

 

Aunque lo conocí de niño, tuve años después el privilegio de ser primero alumno y después contertulio de Hugo Pesce. Frecuenté su casa las noches del viernes o del sábado, puesto que era noctivigilio, amante de la noche y sus secretos. En su sencillo estudio nos llegaba el alba cuando la conversación recién arañaba el meollo de la sabiduría. Amigo de otro noctívago, Juan Francisco Valega, la charla con ambos era un refinado placer de los frecuentadores de los Jardines de Academos, que así se transformaban, en las noches, los entonces bien cuidados jardines del Hospital “Víctor Larco Herrera”, con sutil aroma de las moras.

 

III

 

Tenía Hugo Pesce una inteligencia privilegiada con recursos auxiliares agudos, como la atención y la memoria, la capacidad de síntesis y el ahonde esclarecedor. Era un erudito pero sin la pedantería en la actitud personal que evoca con frecuencia esta condición. En el ahonde del conocimiento, le agradaba llegar hasta los orígenes de los temas ometidos a escrutinio y los desarrollos más significativos. Era además un escoliasta, un explicador de textos, que gozaba de esta actividad de regodeo intelectual propia de los sabios monjes medievales. Cuando el tiempo le era ancho, gustaba revisar viejos infolios, descifrar textos en incunables en busca de sus secretos significados.

 

Un ejemplo de su metodología de trabajo es el texto, lamentablemente inconcluso, sobre El factor religioso. Invitado por nosotros a revisar el capítulo respectivo de 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana de José Carlos Mariátegui, con motivo del cuadragésimo aniversario de su primera edición, Hugo Pesce se dio a la tarea más allá del comentario actualizado. Una relectura crítica del ensayo habría sido suficiente. Pero Hugo, entonces sin presiones de trabajo administrativo, en pleno disfrute del otium cum dignitate grato a sus admirados clásicos, se dedicó a esta tarea con el programa de “una obra magistral” como agudamente apunta Alberto Tauro: “Debía comprobar la justeza del enjuiciamiento mariateguiano, en la perspectiva de su tiempo,  y su luminosa proyección en el presente; e inclusive debía aportar las explicaciones que tendieran a completar el ‘esquema básico’ de aquel ensayo, al lado de los comentarios pertinentes a los acontecimientos ocurridos en los cuarenta años posteriores a su edición inicial. Pero excedió con largueza la finalidad. De una parte, trazando un preciso cuadro de su génesis: para ubicar la religión en el origen y la evolución de la cultura humana, así como en el conjunto de las empresas cumplidas por el entendimiento. De otra parte, mediante el escrutinio y la crítica de las fuentes documentales y bibliográficas: para definir la naturaleza de sus elementos y caracteres, y dar unidad orgánica a los conceptos pertinentes. Y, desde luego, identificando la amplitud y la índole de las relaciones determinadas por la comunidad en la fe y la participación en la liturgia. Sobria y profundamente, engloba hechos históricos y formulaciones doctrinarias en ese contexto; y, con frecuencia, su confrontación le permite inferir ciertas contradicciones entre los designios de los fundadores y los alcances dados a los preceptos y la rutina ceremonial”.

 

Pesce solo alcanzó a desarrollar parte de esa monumental exégesis, y en los cinco primeros capítulos de la primera parte adelantó la calidad de lo que sería el toto de la obra trunca. La nota introductoria comienza con estas palabras admonitorias: “Ningún análisis sociológico puede prescindir de considerar el factor religioso. Debemos reconocer que la religión es una forma de conciencia social con vigencia histórica y actual”. Y más adelante: “La religión es un ponderable ingrediente social. Más aún, su ‘concepto -según lo apuntaba Mariátegui- ha crecido en extensión y profundidad’. Sus implicancias sociales deben ser estudiadas desde todo punto de vista: tanto el de los  creyentes como el de los no creyentes. Lo que era difícil en 1928, se hace posible hoy. Han cesado los anatemas mútuos. Toda la humanidad de esta era técnica, en peligro por el crecimiento de la miseria y por el desarrollo de las armas atómicas, se siente impelida a la búsqueda de soluciones salvadoras; y, en una voluntad suprema de reflexión, parece aceptar aplazar las controversias doctrinales para dar cabida a un hondo diálogo entre creyentes y no creyentes. Del inescuchado llamado de Thorez ‘la mano tendida’, se ha llegado a las últimas encíclicas papales y al establecimiento (abr. 1965), por el Papa Paulo VI, de un ‘secretariado para los no creyentes’. En todo el mundo, y en este Perú oficialmente católico, es posible ahora dialogar, abierta y respe-tuosamente por ambos lados, acerca del pensamiento religioso, de la religión y de la Iglesia”.

 

IV

 

Para quienes éramos sus contertulios en los tiempos en que redactaba esa monumental obra, Hugo había puesto lo mejor de su inteligencia en el esclarecimiento del problema religioso. Así como, de inconclusa la obra, es una introducción esclarecedora de cuestiones fundamentales de la religión desde la perspectiva sociopolítica, de concluída, pudo ser una gran obra sobre la religión en el Perú y en el mundo. Hugo tuvo una formación escolar religiosa, a cargo de jesuitas, en Italia. Hemos recordado que su primera militancia política estuvo en el partido popular italiano, fundado por un  cura progresista, Don Sturzo. En su adultez joven, pasó a lo que en buena cuenta no es sino otra forma de religiosidad, el socialismo integral, al calor de la amistad y de la afinidad con José Carlos Mariátegui.

 

Uno puede legítimamente preguntarse qué sedimento religioso quedó en Pesce a lo largo de su vida. Se declaraba ateo, de aquellos que ven el mundo desde la orilla de los no creyentes. Hacía una serie de agudas disquisiciones sobre la imposibilidad lógica de tener  creencias sobrenaturales. Según una serie de secuencias de razonamiento, nos refería por qué, por lógica derivación, el Papa, tenía necesariamente que ser ateo.

 

Pero más allá del comprensible culto a la razón, como todo buen marxista de su tiempo, quedó en Hugo un respeto grande por los valores religiosos y por eso fue sensible, en su larga cercanía del indio andino, del penetrar respetuoso en su mundo animista. Análogo camino recorrió José Carlos Mariátegui, quien derivó de su fe de niñez y adolescencia temprana la creencia en el destino terrenal de la bienaventuranza del hombre. Había cambiado el orden de las cosas: “los dioses han descendido del Cielo a la Tierra: no son divinos, son humanos, son mortales” escribió agudamente el Amauta. Por esta razón Mariátegui no creía en la importancia de un debate frontal entre el socialismo y la fe cristiana. Repudió el anticlericalismo, no sin antes señalar lo estéril de esta actitud. Sabía, con Bergson y Sorel, en el valor de los mitos, en la forma que éstos mueven eficazmente al hombre en la historia, y creía que la idea socialista era un mito que, incorporado al inconsciente social, esto es ocupando el lugar de las viejas ideas creencias religiosas, era pasible de desarrollo creativo.

 

Este tema es tentador de reflexiones sin límite. En el propio campo del “socialismo realmente existente”, tanto en la antigua Unión Soviética como en las llamadas “democracias populares” del Este Europeo, tenemos experiencias de reflexión . Ni las creencias religiosas ni los nacionalismos, y hasta los movimientos milenarios supuestamente superados por el sólo progreso de la civilización, fueron extirpados del campo socialista. Han rebrotado con renovada y peligrosa energía, dando lugar a conflictos gravísimos que hoy día, ante la pantalla de televisión, vemos con inerme impotencia, cómo los hombres juegan a la guerra con la moderna tecnología, como si fuera necesario experimentar con las nuevas armas y mantener, ya no el otrora “equilibrio entre los sistemas”, sino una riesgosa y costosa  “paz armada”.

 

Hugo Pesce, en caracterización sumaria, es el prototipo del médico humanista, rara avis en tiempos duros para una profesión de servicio como la nuestra, que a las limitaciones, dificultades y trabas de siempre, debe agregar, en “mundialización” del neoliberalismo a ultranza, cómo se pretende hacer del acto médico, esto es de la esencia misma de la medicina hipocrática, una forma de prestación sujeta a la pugna del mercado, que pretende desposeerla de su noble significación humanista y explotar el trabajo profesional. El maestro Pesce ya nos puso en guardia de estos riesgos, en el original ensayo “Panorama gremial”: “Ubicación económica del médico en la sociedad capitalista” galardonado en 1931 por la revista Actualidades Médicas, de Rutherford, New Jersey, con el primer premio, trabajo acotado en 1945 con las reflexiones propias de tres lustros de perspectiva.

 

En los términos del testamento legado a los suyos, Hugo Pesce comprendió a sus colegas de profesión cuando señala: “Tengan presente los míos, para todos los efectos, lo caduco de los bienes y goces materiales; y enriquezcan su mente con la savia depurada de todas las épocas y con la lucidez que el nuevo humanismo nos brinda; se traducirá ello en la conducta y magnificará la personalidad”. Alberto Tauro, amigo y discípulo temprano, agrega que “asomándose emocionalmente a lo inevitable, deja traslucir su desgarramiento. ‘Me despido de los míos con hondo afecto’. Se aproximó así al ocaso definitivo, con el ánimo sereno y la inteligencia enhiesta; y, asociando a su herencia la generosa inspiración de sus trabajos y la limpia trayectoria de su vida, recordó allí el famoso Nulla dies sine linea, la vieja máxima que hicieron suya porque no solo excita la continuidad y el celo en el cumplimiento del deber sino la incesante sed de perfeccionamiento que acucia al hombre y que, a su vez, aprendió merced a la palabra afectuosa y al ejemplo de su padre”.

 

Hugo Pesce murió en la etapa más productiva de su vida, cuando cumplidos ya otros en su momento apremiantes deberes biográficos, podía dedicarse, sin limitaciones, a los goces del espíritu. Estuve cerca de él en ese tiempo aunque no tanto como deseaba, en la idea de que nos acompañaría en el tránsito sublunar por mucho tiempo más. Recuerdo que después de una conferencia suya en homenaje a Edgar Allan Poe, uno de sus temas predilectos -Hugo fue siempre fiel a sus amores de juventud-, me invitó a comer en el “Mauricio”, restaurant de su gusto por estar cerca de su casa en una Lima que todavía se podía recorrer a pie desde la Plaza San Martín, que fuera escenario de una tertulia famosa. Estaba entusiasta por los progresos de sus investigaciones y la ancha dimensión que podía dar a su charla, tan ilustrativa y estimulante. Solo se quejó de algún problema menor de circulación periférica en una de sus piernas. Hablamos de muchos temas, ya de regreso a su casa. Llevé la conversación, delibera-damente, a los tiempos del “rincón rojo” de la casa del Amauta, y del Estrasburgo, el restaurant de moda en la Lima de los veinte, a su época de deportista, de ciclista y esgrimista. Terminamos hablando de un mariateguista “chicano”, Jesús Chavarría, quien escribiría después el libro José Carlos Mariátegui and the rise of modern Peru, 18901930 (University of New Mexico Press, 1979), su excelente tesis de doctorado. Chavarría estaba deslumbrado por la información, la amplísima cultura y la fina personalidad de Pesce.

 

Hay un detalle que quiero narrar porque da una medida de su amplitud mental y su distancia del dogma. En 1968 me mostró la primera edición en italiano del libro del escritor soviético Alexander Soljenistsin -quien accedería al Premio Nobel de Literatura en 1970-, Il primo cercolo (El primer círculo), donde se describe los “campos de trabajo” destinados por el estalinismo a los disidentes políticos. Mientras me leía algunos párrafos, señaló enfático: “No por haber dedicado la vida a la causa del socialismo podemos estar ajenos al conocimiento de estas graves denuncias”. Así era de estricto y libre el espíritu de este gran peruano, Médico y Filósofo, como lo eran los discípulos de Hipócrates en la Antigüedad Clásica.

 

Como no puede ser de otra manera, quiero manifestar mi admiración por Hugo Pesce desde mi adolescencia. Pesce era mencionado con frecuencia en la tertulia familiar pero en esos años estaba en Andahuaylas. Con motivo de un aniversario de José Carlos Mariátegui, tuve ocasión de escucharlo en la Asociación Nacional de Escritores y Artistas; además de leer lo por él escrito en las revistas “Palabra” y  “Garcilaso”. Fue de alguna manera una figura paradigmatica en mi formación personal y traté de estar cercano a la proyección de su figura. Algunos galardones académicos en las Academias de Medicina y de la Lengua están en el proyecto personal que, por supuesto, no pude aproximar a la imagen de Hugo Pesce.

 

V

 

El humanismo es la construcción de los valores del hombre por el hombre mismo, el triunfo del logos, de la razón superior. Como movimiento filosófico, como exaltación pagana de la confianza en el hombre, parecía haber llegado a su fin aunque el existencialismo, de acuerdo a Jean Paul Sartre, es también un humanismo. Otros humanismos modernos parecen más bien formas de humanitarismos.

 

Hoy se habla del “fin de las ideologías” y hasta del “fin de la Historia”, como hace cinco siglos, después de Erasmo y Moro, se habló del “fin del humanismo”. La perspectiva histórica, en tiempos de aguda crisis, no permite juicios claros. En todo caso, siempre existió en la evolución humana una “reserva moral” de gentes, a los que apelar en tiempos confusos. A esa reserva pertenece Hugo Pesce, a quien exaltamos hoy en el XXV aniversario de su desaparición física. A su obra debemos volver para recuperar el respeto por nosotros mismos que es la base del respeto para con los demás. Ni ha terminado el humanismo como meta ideal ni las ideologías se han desvanecido: están en crisis los modelos societales que pretendieron basarse en sistemas de ideas para edificar un inexpugnable castillo dogmático, para liquidar a la razón en nombre de la razón misma.

 

Pero como en el fondo de un inmenso túnel se divisa una luz. Porque al hombre le pueden sustraer todo menos la esperanza. Hugo Pesce está en la vanguardia de la lucha por los pobres de la tierra -hoy más pobres que nunca- y mientras esa realidad no cambie por obra de nosotros mismos la gran palabra será siempre el socialismo. Repitamos no las palabras del maestro Pesce, adentrémonos en su espíritu, para salir reconfortados y proseguir con renovada fe la lucha cotidiana.

 

Para quien vivía la diaria jornada de la manera más provechosa y al mismo tiempo gozosa, bien caen estas palabras de Pico de la Mirandola sobre la forma de dividir la jornada diaria: “Asiduamente me va relajando la concordia de Platón y Aristóteles. Diariamente le dedico toda la mañana: después de medio día dedico las horas a los amigos, a la salud, algunas veces a los poetas y oradores y a otros estudios ligeros. Las sagradas letras comparten la noche con el sueño”.  Un hombre forjado con una admirable voluntad y disciplina, sabía extraer el máximo provecho de sus largas e iluminadas vigilias. Acucioso hasta en el detalle, no dejaba nada librado al azar. Tropezarse con un recuerdo o releer un escrito suyo nos remite a sus diferenciados talentos, a su extraordinaria capacidad de trabajo y a la impecable metodología puesta de relieve en cada circunstancia en particular.



*  Homenaje del Colegio Médico del Perú, Miraflores, Julio de 1994.

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